TALLER DE ESCRITURA "A ORILLAS DEL BU REGREG" DEL INSTITUTO CERVANTES DE RABAT

Bienvenidos a «A orillas del Bu Regreg», el blog de los integrantes del Taller de lectura y escritura creativa, un curso especial que realizamos desde hace doce años en el Instituto Cervantes de Rabat (Marruecos).

En este espacio damos a conocer los cuentos, poemas y otros ejercicios de escritura que se proponen en clase y que realizan nuestros alumnos, aunque también publicamos colaboraciones de nuestros lectores.

Muchas gracias por leernos y por compartir vuestras opiniones.
Ester Rabasco Macías (profesora del Taller)

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martes, 10 de abril de 2018

«LOS TRENES CUENTAN HISTORIAS» de FATINE SEBTI


Siempre me pareció buena idea subir a un tren.
Los largos trayectos en coche me aburren. Pero en el tren y con otras personas, es diferente. Porque la espera teje conversaciones entre desconocidos que nunca se hubieran hablado si se hubieran cruzado por la calle y que seguramente nunca volverán a encontrarse. A veces la conversación resulta interesante, rara, o sencillamente agradable. Y sobre todo, hace que el tiempo acelere el pulso.
Los trenes son una especie de túneles (en movimiento) en el espacio y en el tiempo. Y a través de los túneles se ven las cosas distintamente; se consideran con más detenimiento. Y cuando mirando por la ventana se piensa en cómo pasa la vida allí fuera, con esta rapidez de la que no nos damos cuenta cuando formamos parte del paisaje, se piensa con más lucidez.
O sea que los trenes ofrecen una agradable propensión a la contemplación. De uno mismo, de su vida, del paisaje o simplemente de los compañeros de compartimento.
Y en el viaje del que quiero hablaros hoy, tuve unos compañeros especiales que contaron hechos apenas creíbles pero que hicieron temblar mis convicciones racionales y lógicas, y que me hicieron pensar que tal vez entre el negro y el blanco hay más de cincuenta tonos de grises.
Aquel día, el cielo lloraba con una lluvia incesante y muy densa que golpeaba las ventanas del tren como suplicándonos que le permitiéramos entrar. Me dejé llevar por el espectáculo de las gotas agarrándose al marco de la ventana, pensando en unas frases que había leído unos días antes: “Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.”
Como no soportaba estar sentado en contradirección en el tren y ver el trayecto al revés, cambié de compartimento para sentarme en la dirección adecuada.
Allí solo había hombres: tres jóvenes treintañeros y dos hombres mayores. Al entrar, entendí que los jóvenes estaban en plena conversación animada. Me instalé cómodamente, lleno de esa paz interior que me da el orden lógico de las cosas. Sentarme en el lado opuesto me da siempre una sensación de lucha, de ir a contracorriente y lo peor de todo es lo siguiente: el horizonte que hay delante de mí ya forma parte del pasado. Descubro el camino solo cuando ya lo ha sobrepasado el tren. En aquel instante, allí, en mi nuevo compartimento tenía una amplia vista del porvenir.
Estaba perdido en mis pensamientos cuando la voz de uno de aquellos señores me llamó la atención.
“Siento la intrusión, pero lo que su amigo dice no es algo imposible. Quiero decir que a mí me pasó algo muy parecido ya hace años. Y no creo que tengan ustedes una razón válida para no creerme tanto como yo para mentirles. Nos separa de nuestro destino un amanecer y tres bosques. Así que os cuento mi historia.”
Era aquel señor elegante. Parecía ser un gran intelectual con sus gafas modernas. Y aquellas pocas canas en su pelo castaño le daban la credibilidad de un juez. Hablaba sin prisa, y escuchar su voz grave y tranquila era tan agradable como dejarse caer en un colchón de seda. Así empezó su historia:
«Yo había terminado mis estudios de medicina cuando me enviaron a Argelia para una misión humanitaria de la Cruz Roja. Alquilé un pequeño piso en Orán, en un barrio popular. Entonces vivía solo, y en aquel entonces era un joven tímido, introvertido, siempre más a gusto con mis libros y pacientes que con la gente. Si me cruzaba con algún vecino, bajaba la cabeza, y al decirle “hola” tocaba mis gafas en el centro como para subirlas y aceleraba el paso como si tuviera prisa. Y aunque entendía bastante el árabe, dado que había vivido una gran parte de mi infancia en Egipto, fingía no entender una palabra. Así evitaba todo contacto posible. Todo iba bien hasta el día en que alguien llamó a mi puerta por la noche, hacia las nueve. Abrí, era una chica joven que se presentó como la hija de los vecinos de abajo y dijo que su madre, Kabira, me enviaba la cena. Tenía las mejillas pintadas y la sonrisa de un sapo. Balbuceé algo para decir que gracias, que ya había comido, pero no me hizo caso, puso el plato sobre la mesa, me deseó buenas noches y se fue corriendo.
Más tarde, se repitió varias veces la misma escena sin que yo pudiera evitarlo. Un mes después, yo ya había comprendido que yo le gustaba a la chica, que se llamaba Djamila, y que ella había decidido lograr su objetivo. Para mí, la situación era complicada; Djamila no me gustaba nada, pero no tenía el valor de decírselo de una manera decisiva y concreta. La timidez le da a uno una debilidad poderosa. Lo que no pensaba era que la cosa podía volverse aún más complicada. Pero me equivocaba. Además de las visitas de Djamila, que ponía los ojos dulces al verme y que encontraba siempre un motivo para rozar mi chaqueta, mi mano, o mis cosas de la mesa, un día vino a decirme que sus padres me invitaban para desayunar el domingo y que no aceptarían ninguna excusa. Así que fui el domingo con la intención de quedarme lo mínimo posible.
Kabira, a quien yo veía por primera vez, me pareció una mujer poderosa. No había ninguna huella de antigua belleza en su cara. Sus ojos pequeños y hundidos, de un azul casi fluorescente estaban rodeados de un khol muy negro. Y lo más raro era que cuando sonreía, sus ojos solo reflejaban un abismo de frialdad y dureza. Su mirada me daba escalofríos.
Todos sus gestos eran lentos pero seguros, daba la impresión de que el mundo y las cosas existían para cumplir sus deseos. Cada vez que intentaba despedirme, me decía con una sonrisa: quédate hijo, de qué sirve subir para quedarte solo, dame tu taza, te calentaré el té, y con sus ojos casi me absorbía el alma.
Nunca supe qué sabor había tenido la comida aquel día, no dejaba de sudar y me costaba tragar. La conversación daba a entender casi abiertamente que querían que me casara con Djamila. Que ella cuidara de mí, y ellos de nosotros dos. Me mantuve amable hasta el final, aunque tenía ganas de gritar que Djamila no me gustaba, que no sentía ni sentiría nada por ella, que no tenía ninguna intención de casarme y que me dejaran en paz de una vez por todas. Pero en lugar de esto, me salió una sonrisa fabricada y le dije a Kabira: “Es el mejor té que he bebido jamás, señora”. Pero eso sí, no me arriesgué a cruzar su mirada espeluznante con la mía.
Eran las once y media de la noche cuando me dijo "Pareces algo cansado hijo, ve a descansar a tu casa, y gracias por haber venido", pero sus ojos decían más bien esto: "Ahora que yo te lo digo, vete, y que entiendas de una vez por todas que la que manda soy yo".
Salí sudando, con el sentimiento de haber dejado allí dentro diez años de mi vida. Mientras subía las escaleras, tome la firme decisión de buscar otro piso, irme de allí y no volver a ver a aquella familia rara nunca más.»
El señor elegante, respiró profundamente, sacudiendo la cabeza como para decir “Ah, si lo hubiera sabido…”, y nosotros lo mirábamos con un silencio religioso, una impaciencia brillante en los ojos y pendientes de sus labios. Algunos largos segundos después, volvió a hablar por fin.
«Djamila desapareció unos días, y pensé con alivio que tal vez habían entendido que yo no estaba interesado. Llegué a sentirme ligero y libre. Y me olvidé de la idea de cambiar de piso, sobre todo porque estaba muy cerca del hospital donde trabajaba.
Solo que unas semanas después, oí el timbre de la puerta hacia las ocho de la tarde. Sorprendido, fui a abrir y me encontré con toda la familia frente a mí. Kbira y Djamila traían mucha comida y me decían “Mira cómo has adelgazado, necesitas una mujer que te cuide, hijo mío”. Y el padre trajo “unos cigarros cubanos exquisitos para después de la cena” y me lo dijo hablando como si estuviera programado para hacerlo, con la mirada apagada. Invadieron mi casa sin que yo pudiera hacer nada.
Se movían como en su propio espacio, y yo me sentía un invitado en mi propio piso.
Después de la cena y unas copitas, me sentí más relajado. Y dejé de mantenerme en guardia.
Kabira quemó unos inciensos muy agradables. El olor de la comida desapareció y yo me quedé algo aturdido y extrañamente de buen humor. El padre me estaba ofreciendo un cigarro cuando Djamila vino con una pequeña foto mía que estaba sobre mi escritorio, elogió lo guapo que parecía en ella y me pidió con los ojos dulces si podía quedársela. Asentí.
Se fueron sobre las once de la noche y yo fui directamente a la cama, con un cansancio inusual, muy grande.»
El señor se quitó las gafas, tomó aliento, un trago de agua y lentamente, como si no existiríamos, cerró los ojos un instante antes de volver a hablar, sin abrirlos al principio.
«Cuando me levanté a la mañana siguiente noté que el póster de Penélope Cruz no estaba en la pared, pensé que Djamila era fan de la actriz y se lo había llevado sin avisarme. Y no le di más importancia al tema. Me sentía alegre y ligero. Tomé una ducha, me peiné con cuidado, me puse mi perfume y bajé las escaleras silbando una melodía de Antonio Molina. Al salir del edificio me crucé con Djamila. Estaba cambiada. No me lo podía explicar, pero me pareció más bonita. Tenía un aire familiar, como si me recordara a alguien sin que yo supiera a quién exactamente. Como sea, Djamila empezó a gustarme cada día más. Y como no subía más a mi piso, empecé a visitarla en su casa. Las cenas de Kabira eran muy ricas y frecuentes.»
— Menuda historia señor, pero ¿qué tiene que ver con la mía?
El señor siguió hablando ignorando la pregunta.
«Kabira, por su parte, nunca perdía una ocasión para insinuarme que era ella quien mandaba. Que me controlaba. Al principio, solo con la mirada y en pequeñas cosas. Por ejemplo, no me podía ir hasta que me lo dijera ella, y comía en su casa las cosas que yo aborrecía como las patatas dulces y el zumo de remolacha.
Un día me envió a Djamila para decirme que tenía que bajar para ver a su abuela enferma que había venido para vivir con ellos. Pensé que era urgente, entonces tomé mi maletín y bajé con el pijama puesto. Pero la mujer, aunque mayor, parecía estar en buen estado de salud. Controlé su tensión arterial y su ritmo cardiaco. Me pareció simpática y amable. Entonces le dije a Kabira que su señora suegra estaba muy bien, y que yo estaba encantado de conocerla.
Ella me lanzó su sonrisa sin alma y me estrechó la mano para despedirse de mí, y entonces su mirada infernal se apodero de mí y no sé cómo, pues no puedo explicármelo, me dio la orden de matar a su suegra. Me quedé atónico e incapaz de reaccionar o de moverme durante algunos segundos. Cuando por fin solté mi mano de la suya, estaba congelada. Aquella noche no dormí, la misma frase se repetía en mi cabeza: mátala, mátala, mátala…
Lo que me aterrorizaba era que aquello era un orden y que yo no tenía elección, tenía que hacerlo. Una vez Kabira me miraba, yo me volvía como un autómata listo para obedecer.
Empecé a pensar en la manera más adecuada de matar a la inocente anciana. No podía dejar de pensar en que iba a arruinar mi carrera, mi futuro y sobre todo mi alma. Pero nada me podía parar.»
— Antoni, ¿lo ves? ¡¿lo ves?! Te dije que si no hubiera estado bajo el control de ese charlatán ¡nunca hubiera hecho algo así! Pues, señor, es lo mismo que me pasó a mí. ¡Por fin alguien me podrá creer!
— ¿Y usted la mató? —preguntó el que parecía llamarse Antoni.
Y otra vez aquel señor prosiguió sin hacerle caso a su auditorio.
«Volví al día siguiente para hablar un rato con la anciana. Quería conocer mínimamente a mi futura víctima. Charlamos un poco mientras Kabira y su hija preparaban la comida. Intentaba saber si sufría de algo para prescribirle un medicamento, pero con una dosis oportuna que acabara con ella. O tal vez administrándole directamente algo en la sangre, así sería más rápido y más fácil.
Pero en aquel momento empecé a preguntarme si de verdad estaba yo bajo su control o si la idea era mía, si yo mismo tenía un lado oscuro que se estaba revelando o si todo era fruto de mi imaginación. Kabira nunca había pronunciado una palabra que insinuara que yo estaba obligado a beber su zumo repugnante, ni las patatas dulces y aún menos que matara a su suegra. Así que la duda empezó a roerme el corazón. Pero si todo aquello era falso, ¿por qué quería yo matar a la suegra? Si hubiera querido matar a alguien, seguro que habría deseado matar más bien a Kabira. Eso sí.
La voz de la suegra me sacó de mis pensamientos. Había percibido “una enorme cucaracha voladora” y se puso fuera de sí. Tenía una gran fobia a esos insectos, me dijo Djamila, que había venido corriendo al oír los locos gritos de su abuela. La cucaracha agitaba sus alas y la abuela se agitaba de la cabeza a los pies. Como el insecto estaba en un rincón del techo y no había ninguna escalera en la casa y los gritos de la anciana se volvían insoportables, subí sobre una mesilla de noche que se puso a temblar bajo el peso de mi cuerpo. Era tan antigua y su madera tan frágil que se rompió y mi pie se quedó allí atrapado.  Caímos la mesilla y yo, y yo grité de dolor por los trocitos de madera se habían hundido en mi piel.
La puerta de la mesilla calló y las cosas que había dentro rodaron por el suelo. 
De repente, la suegra dejó de gritar, Djamila puso su mano en la boca para ahogar un grito y yo al ver los horrores que caían del mueble me olvidé de mi dolor y de mi pie sangrando. Un olor nauseabundo invadió la habitación. La mesilla de noche estaba llena de fotos fijadas en la madera con chinchetas. Fotos de diferentes personas, pero yo reconocí solo las mías y las del padre de Djamila. La chincheta estaba fijada en mi ojo izquierdo y la suya en la boca. Había muchos ejemplares de fotos con símbolos raros marcados sobre las caras, pelos pegados y bordes quemados. Me acerqué, una foto mía estaba cosida con un hilo negro con a otra de Djamila por un lado y a la cara de Penélope Cruz por la otra. Inmediatamente me di cuenta de que Djamila me recordaba a Penélope Cruz desde hacía un tiempo. También había frascos pequeños con líquidos dentro y etiquetas con nombres fuera. Me tapé la nariz con la mano. Djamila estaba petrificada. La abuela se olvidó de la cucaracha y esta voló libremente y salió de la habitación.
En cuanto a mí señores, tuve miedo. Si, miedo de verdad. Y sentí la urgencia de encontrarme en otro sitio lejos de aquellas rarezas.
¿Qué hice? Pues dejarlo todo y huir de allí. Sin preocuparme de nada, sin avisar a mis superiores del trabajo, me fui a mi país en el primer avión.
Me fui con la firme intención de denunciar a esa mujer que quería matar a su suegra.  Cuando llamé a la policía argelina y les di el nombre de Kabira Zenati me aseguraron que la mujer había fallecido hacía ya tres años.»
El hombre calló. Parecía de repente muy cansado. Y nadie pudo pronunciar una palabra. Era inútil decir cualquier cosa, la verdad.
«Nunca me olvidé de aquella mirada azul fulminante. Pero lo peor es que me quedé con el sentimiento de haber casi matado a una persona. Me pesa sobre el alma como si lo hubiera cumplido. Y ahora, señores, permítanme que cierre los ojos un ratito»
Y cerró los ojos.
La lluvia había cesado. Y la calma volvió al compartimento. Los demás sacaron sus móviles. Y yo miré por la ventana. Era una noche negra. Y me dije que así, sin luz, no importaba de qué lado del tren uno está sentado. Que la nada no tiene contradirección. Y me vino muy bien cerrar los ojos también.

Fatine Sebti.
Rabat, marzo-abril de 2018.
Ejercicio inspirado en el cuento “Historia del señor Jefries y Nassin el egipcio” de Roberto Arlt.

12 comentarios:

  1. Fatine: excelente cuento. Me sorprende la facilidad que tienes para crear historias, personajes e intriga... Y para absorber el estilo de autores como Arlt o Cortázar y crear esas asociaciones mentales tan fascinantes que enriquecen la narración. Esperemos que no dejes de escribir.

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    1. Muchas gracias Ester. Yo creo que la manera con la que leemos los textos en el taller me ayuda mucho. Leemos el cuento y también su escritura, su ritmo, el estilo… y esto hace que me inspiro. Gracias otra vez por darme tanto ánimo :)

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  2. Excelente relato! Me alegro que el "viejo" Arlt te haya inspirado un texto tan bueno.

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    1. El otro día, una de mis ideas locas me sugirió enviarte mi texto por tu opinión y no me atreví. No pensaba que paseabas por aquí :) Así que qué sorpresa leer tu comentario señor Gabriel. Como siempre es todo un honor. ¡Muchísimas gracias!

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  3. Pues si hay otra ocasión que no te dé vergüenza. Un abrazo

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  4. ¡Hola Fatine!

    ¡Qué fantástico cuento!
    Me encanta que lo relaciones con los trenes que personificas en el titulo. Un detalle con mucha significación. Para mí, le añade más magia y misterio a los encuentros y desencuentros de los viajeros que suben y los que bajan. Pero también entre los que cuentan historias y los que las escuchan en un espacio en movimiento que al final de tu cuento atraviesan “la noche negra”.
    La dimensión de la experiencia personal y de la aventura del medico con la brujería y la magia negra gana en interés, en fascinación porque:
    Primero el narrador ya es una persona mayor elegante y cuenta con mucha convicción; “con una voz grave y tranquila…”. Segundo, desarrollas tu cuento entre presente y pasado sabiendo que el protagonista testigo/ viajero no interviene en ningún momento. Y por fin, para mí, el narrador impactado lo transmite al lector porque no duda de la veracidad de lo que vivió el joven medico.

    ¡Felicidades amiga por este cuento cautivador!

    Un fuerte abrazo y ¡Qué sigas escribiendo!

    Rkia.

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  5. Querida amiga,
    Muchísimas gracias por tu comentario que dice mucho sobre tu manera tan profunda de leer los textos. También quiero decirte que me hace feliz que me acompañes durante el proceso de la escritura, y que seas siempre generosa con tus consejos y tus opiniones. Espero leerte muy pronto y un fuerte abrazo.

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    1. Gracias a ti Fatine.
      Y a mi también me hace feliz subir contigo en el tren y intercambiar unas cuantas ideas sobre nuestros textos a ambas y sobre la literatura en general.
      Y coincido con Ester para decirte: ¡No dejes de escribir!
      Otro abrazo.
      Rkia.

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  6. Amiga mía, tu texto es como siempre cautivador, agradable, no nos aburrimos siguiendo tus personajes. Me gusto mucho la introducción hablando de trenes, y luego el desarrollo de la historia. Te felicito por haber muy bien seguido la trama de Roberto Arlt.
    Y nunca dejare de decirte, conociéndote como te conozco, que tu naciste para escribir.
    Un fuerte abrazo.
    Lamiae.

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    1. Por conocerme, me conoces más que nadie :) Además has visto mis palabras desarrollarse a través el tiempo desde hace 20 años. Así que muchísimas gracias por tu comentario y gracias por compartir la pasión de las palabras, de la literatura y del español conmigo.

      Un fuerte abrazo

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  7. Fatine,
    Me gusta mucho tu cuento: tanto por su intriga misteriosa, como por su estilo cautivante que la teje a través de las palabras de los personajes. Es interesante cómo has envuelto la historia principal contada por el señor, con la narración del viajero oyente- el resultado es exquisito!

    Felicidades!
    Albena

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