Siempre me pareció buena idea subir a un tren.
Los largos trayectos en coche me aburren. Pero en
el tren y con otras personas, es diferente. Porque la espera teje
conversaciones entre desconocidos que nunca se hubieran hablado si se hubieran
cruzado por la calle y que seguramente nunca volverán a encontrarse. A veces la
conversación resulta interesante, rara, o sencillamente agradable. Y sobre
todo, hace que el tiempo acelere el pulso.
Los trenes son una especie de túneles (en
movimiento) en el espacio y en el tiempo. Y a través de los túneles se ven las
cosas distintamente; se consideran con más detenimiento. Y cuando mirando por
la ventana se piensa en cómo pasa la vida allí fuera, con esta rapidez de la que no nos
damos cuenta cuando formamos parte del paisaje,
se piensa con más lucidez.
O sea que los trenes ofrecen
una agradable propensión a la contemplación. De uno mismo, de su vida, del
paisaje o simplemente de los compañeros de compartimento.
Y en el viaje del que quiero hablaros hoy, tuve
unos compañeros especiales que contaron hechos apenas creíbles pero que
hicieron temblar mis convicciones racionales y lógicas, y que me hicieron
pensar que tal vez entre el negro y el blanco hay más de cincuenta tonos de
grises.
Aquel día, el cielo lloraba con una lluvia
incesante y muy densa que golpeaba las ventanas del tren como suplicándonos que
le permitiéramos entrar. Me dejé llevar por el
espectáculo de las gotas agarrándose al marco de la ventana, pensando en unas
frases que había leído unos días antes: “Tristes gotas, redondas inocentes
gotas. Adiós gotas. Adiós.”
Como no soportaba estar sentado en contradirección en el tren y ver el trayecto al revés, cambié de compartimento para sentarme en
la dirección adecuada.
Allí solo había hombres: tres jóvenes
treintañeros y dos hombres mayores. Al entrar, entendí que los jóvenes estaban
en plena conversación animada. Me instalé cómodamente, lleno de esa paz
interior que me da el orden lógico de las cosas. Sentarme en el lado opuesto me
da siempre una sensación de lucha, de ir a contracorriente y lo peor de todo es
lo siguiente: el horizonte que hay delante de mí ya forma parte del pasado.
Descubro el camino solo cuando ya lo ha sobrepasado el tren. En aquel instante,
allí, en mi nuevo compartimento tenía una amplia vista del porvenir.
Estaba perdido en mis pensamientos cuando la voz
de uno de aquellos señores me llamó la atención.
“Siento la
intrusión, pero lo que su amigo dice no es algo imposible. Quiero decir que a
mí me pasó algo muy parecido ya hace años. Y no creo que tengan ustedes una
razón válida para no creerme tanto como yo para mentirles. Nos separa de
nuestro destino un amanecer y tres bosques. Así que os cuento mi historia.”
Era aquel señor elegante. Parecía ser un gran
intelectual con sus gafas modernas. Y aquellas pocas canas en su pelo castaño
le daban la credibilidad de un juez. Hablaba sin prisa, y escuchar su voz grave
y tranquila era tan agradable como dejarse caer en un colchón de seda. Así
empezó su historia:
«Yo había terminado
mis estudios de medicina cuando me enviaron a Argelia para una misión
humanitaria de la Cruz Roja. Alquilé un pequeño piso en Orán, en un barrio
popular. Entonces vivía solo, y en aquel entonces era un joven tímido,
introvertido, siempre más a gusto con mis libros y pacientes que con la gente.
Si me cruzaba con algún vecino, bajaba la cabeza, y al decirle “hola” tocaba
mis gafas en el centro como para subirlas y aceleraba el paso como si tuviera
prisa. Y aunque entendía bastante el árabe, dado
que había vivido una gran parte de mi infancia en Egipto, fingía no entender
una palabra. Así evitaba todo contacto posible. Todo iba bien hasta el día en
que alguien llamó a mi puerta por la noche, hacia las nueve. Abrí, era una
chica joven que se presentó como la hija de los vecinos de abajo y dijo que su
madre, Kabira, me
enviaba la cena. Tenía las mejillas pintadas y la sonrisa de un sapo. Balbuceé
algo para decir que gracias, que ya había comido, pero no me hizo caso, puso el
plato sobre la mesa, me deseó buenas noches y se fue corriendo.
Más tarde, se
repitió varias veces la misma escena sin que yo pudiera evitarlo. Un mes después, yo ya había comprendido que yo le gustaba a la chica, que se llamaba Djamila, y
que ella había decidido lograr su objetivo. Para mí, la situación era
complicada; Djamila no me gustaba nada, pero no tenía el valor de decírselo de
una manera decisiva y concreta. La timidez le da a uno una debilidad poderosa.
Lo que no pensaba era que la cosa podía volverse aún más complicada. Pero me
equivocaba. Además de las visitas de Djamila, que ponía los ojos dulces al
verme y que encontraba siempre un motivo para rozar mi chaqueta, mi mano, o mis
cosas de la mesa, un día vino a decirme que sus padres me invitaban para
desayunar el domingo y que no aceptarían ninguna excusa. Así que fui el domingo
con la intención de quedarme lo mínimo posible.
Kabira, a quien yo
veía por primera vez, me pareció una mujer poderosa. No había ninguna huella de
antigua belleza en su cara. Sus ojos pequeños y hundidos, de un azul casi fluorescente estaban rodeados de un khol muy
negro. Y lo más raro era que cuando sonreía, sus ojos solo reflejaban un abismo
de frialdad y dureza. Su mirada me daba escalofríos.
Todos sus gestos
eran lentos pero seguros, daba la impresión de que el mundo y las cosas
existían para cumplir sus deseos. Cada vez que intentaba despedirme, me decía
con una sonrisa: quédate hijo, de qué sirve subir para quedarte solo, dame tu
taza, te calentaré el té, y con sus ojos casi me absorbía el alma.
Nunca supe qué sabor
había tenido la comida aquel día, no dejaba de sudar y me costaba tragar. La
conversación daba a entender casi abiertamente
que querían que me casara con Djamila. Que ella cuidara de mí, y ellos de
nosotros dos. Me mantuve amable hasta el final, aunque tenía ganas de gritar
que Djamila no me gustaba, que no sentía ni sentiría nada por ella, que no
tenía ninguna intención de casarme y que me dejaran en paz de una vez por
todas. Pero en lugar de esto, me salió una sonrisa fabricada y le dije a
Kabira: “Es el mejor té que he bebido jamás, señora”. Pero eso sí, no me
arriesgué a cruzar su mirada espeluznante con la mía.
Eran las once y
media de la noche cuando me dijo "Pareces algo cansado hijo, ve a descansar
a tu casa, y gracias por haber venido", pero sus ojos decían más bien
esto: "Ahora que yo te lo digo, vete, y que entiendas de una vez por todas
que la que manda soy yo".
Salí sudando, con el
sentimiento de haber dejado allí dentro diez años de mi vida. Mientras subía
las escaleras, tome la firme decisión de buscar otro piso, irme de allí y no
volver a ver a aquella familia rara nunca más.»
El señor elegante, respiró profundamente,
sacudiendo la cabeza como para decir “Ah, si lo hubiera sabido…”, y nosotros lo
mirábamos con un silencio religioso, una impaciencia brillante en los ojos y
pendientes de sus labios. Algunos largos segundos después, volvió a hablar por
fin.
«Djamila desapareció
unos días, y pensé con alivio que tal vez habían entendido que yo no estaba
interesado. Llegué a sentirme ligero y libre. Y me olvidé de la idea de cambiar
de piso, sobre todo porque estaba muy cerca del hospital donde trabajaba.
Solo que unas
semanas después, oí el timbre de la puerta hacia las ocho de la tarde. Sorprendido,
fui a abrir y me encontré con toda la familia frente a mí. Kbira y Djamila
traían mucha comida y me decían “Mira cómo has adelgazado, necesitas una mujer
que te cuide, hijo mío”. Y el padre trajo “unos cigarros cubanos exquisitos
para después de la cena” y me lo dijo hablando como si estuviera programado para
hacerlo, con la mirada apagada. Invadieron mi casa sin que yo pudiera hacer
nada.
Se movían como en su
propio espacio, y yo me sentía un invitado en mi propio piso.
Después de la cena y
unas copitas, me sentí más relajado. Y dejé de mantenerme en guardia.
Kabira quemó unos
inciensos muy agradables. El olor de la comida desapareció y yo me quedé algo
aturdido y extrañamente de buen humor. El padre me estaba ofreciendo un cigarro
cuando Djamila vino con una pequeña foto mía que estaba sobre mi escritorio,
elogió lo guapo que parecía en ella y me pidió con los ojos dulces si podía
quedársela. Asentí.
Se fueron sobre las
once de la noche y yo fui directamente a la cama, con un cansancio inusual, muy
grande.»
El señor se quitó las gafas, tomó aliento, un
trago de agua y lentamente, como si no existiríamos, cerró los ojos un instante
antes de volver a hablar, sin abrirlos al principio.
«Cuando me levanté a
la mañana siguiente noté que el póster de Penélope Cruz no estaba en la pared,
pensé que Djamila era fan de la actriz y se lo había llevado sin avisarme. Y no
le di más importancia al tema. Me sentía alegre y ligero. Tomé una ducha, me
peiné con cuidado, me puse mi perfume y bajé las escaleras silbando una melodía
de Antonio Molina. Al salir del edificio me crucé con Djamila. Estaba cambiada.
No me lo podía explicar, pero me pareció más bonita. Tenía un aire familiar,
como si me recordara a alguien sin que yo supiera a quién exactamente. Como
sea, Djamila empezó a gustarme cada día más. Y como no subía más a mi piso,
empecé a visitarla en su casa. Las cenas de Kabira eran muy ricas y
frecuentes.»
— Menuda historia señor, pero ¿qué tiene que ver con la
mía?
El señor siguió hablando ignorando la pregunta.
«Kabira, por su
parte, nunca perdía una ocasión para insinuarme que era ella quien mandaba. Que
me controlaba. Al principio, solo con la mirada y en pequeñas cosas. Por
ejemplo, no me podía ir hasta que me lo dijera ella, y comía en su casa las
cosas que yo aborrecía como las patatas dulces y el zumo de remolacha.
Un día me envió a
Djamila para decirme que tenía que bajar para ver a su abuela enferma que había
venido para vivir con ellos. Pensé que era urgente, entonces tomé mi maletín y
bajé con el pijama puesto. Pero la mujer, aunque mayor, parecía estar en buen
estado de salud. Controlé su tensión arterial y su ritmo cardiaco. Me pareció
simpática y amable. Entonces le dije a Kabira que su señora suegra estaba muy bien,
y que yo estaba encantado de conocerla.
Ella me lanzó su
sonrisa sin alma y me estrechó la mano para despedirse de mí, y entonces su
mirada infernal se apodero de mí y no sé cómo, pues no puedo explicármelo, me
dio la orden de matar a su suegra. Me quedé atónico e incapaz de reaccionar o
de moverme durante algunos segundos. Cuando por fin solté mi mano de la suya,
estaba congelada. Aquella noche no dormí, la misma frase se repetía en mi
cabeza: mátala, mátala, mátala…
Lo que me
aterrorizaba era que aquello era un orden y que yo no tenía elección, tenía que
hacerlo. Una vez Kabira me miraba, yo me volvía como un autómata listo para
obedecer.
Empecé a pensar en
la manera más adecuada de matar a la inocente anciana. No podía dejar de pensar
en que iba a arruinar mi carrera, mi futuro y sobre todo mi alma. Pero nada me
podía parar.»
— Antoni, ¿lo ves? ¡¿lo ves?! Te dije que si no
hubiera estado bajo el control de ese charlatán ¡nunca hubiera hecho algo así!
Pues, señor, es lo mismo que me pasó a mí. ¡Por fin alguien me podrá creer!
— ¿Y usted la mató? —preguntó el que parecía
llamarse Antoni.
Y otra vez aquel señor prosiguió sin hacerle caso
a su auditorio.
«Volví al
día siguiente para hablar un rato con la anciana. Quería conocer mínimamente a
mi futura víctima. Charlamos un poco mientras Kabira y su hija preparaban la
comida. Intentaba saber si sufría de algo para prescribirle un medicamento,
pero con una dosis oportuna que acabara con ella. O tal vez administrándole
directamente algo en la sangre, así sería más rápido y más fácil.
Pero en aquel momento empecé a preguntarme si de
verdad estaba yo bajo su control o si la idea era mía, si yo mismo tenía un
lado oscuro que se estaba revelando o si todo era fruto de mi imaginación.
Kabira nunca había pronunciado una palabra que insinuara que yo estaba obligado
a beber su zumo repugnante, ni las patatas dulces y aún menos que matara a su
suegra. Así que la duda empezó a roerme el corazón. Pero si todo aquello era
falso, ¿por qué quería yo matar a la suegra? Si hubiera querido matar a
alguien, seguro que habría deseado matar más bien a Kabira. Eso sí.
La voz de la suegra
me sacó de mis pensamientos. Había percibido “una enorme cucaracha voladora” y
se puso fuera de sí. Tenía una gran fobia a esos insectos, me dijo Djamila, que
había venido corriendo al oír los locos gritos de su abuela. La cucaracha
agitaba sus alas y la abuela se agitaba de la cabeza a los pies. Como el
insecto estaba en un rincón del techo y no había ninguna escalera en la casa y
los gritos de la anciana se volvían insoportables, subí sobre una mesilla de
noche que se puso a temblar bajo el peso de mi cuerpo. Era tan antigua y su
madera tan frágil que se rompió y mi pie se quedó allí atrapado.
Caímos la mesilla y yo, y yo grité de dolor por los trocitos de madera
se habían hundido en mi piel.
La puerta
de la mesilla calló y las cosas que había dentro rodaron por el suelo.
De repente,
la suegra dejó de gritar, Djamila puso su
mano en la boca para ahogar un grito y yo al ver los horrores que caían del
mueble me olvidé de mi dolor y de mi pie sangrando. Un olor nauseabundo invadió
la habitación. La mesilla de noche estaba llena de fotos fijadas en la madera
con chinchetas. Fotos de diferentes personas, pero yo reconocí solo las mías y
las del padre de Djamila. La chincheta estaba fijada en mi ojo izquierdo y la
suya en la boca. Había muchos ejemplares de fotos con símbolos raros marcados
sobre las caras, pelos pegados y bordes quemados. Me acerqué, una foto mía
estaba cosida con un hilo negro con a otra de Djamila por un lado y a la cara
de Penélope Cruz por la otra. Inmediatamente me di cuenta de que Djamila me
recordaba a Penélope Cruz desde hacía un tiempo. También había frascos pequeños
con líquidos dentro y etiquetas con nombres fuera. Me tapé la nariz con la
mano. Djamila estaba petrificada. La abuela se olvidó de la cucaracha y esta
voló libremente y salió de la habitación.
En cuanto a mí
señores, tuve miedo. Si, miedo de verdad. Y sentí la urgencia de encontrarme en
otro sitio lejos de aquellas rarezas.
¿Qué hice? Pues
dejarlo todo y huir de allí. Sin preocuparme de nada, sin avisar a mis
superiores del trabajo, me fui a mi país en el primer avión.
Me fui con la firme
intención de denunciar a esa mujer que quería matar a su suegra. Cuando llamé a la policía argelina y les di
el nombre de Kabira Zenati me aseguraron que la mujer había fallecido hacía ya
tres años.»
El hombre calló. Parecía de repente muy cansado.
Y nadie pudo pronunciar una palabra. Era inútil decir cualquier cosa, la
verdad.
«Nunca me olvidé de
aquella mirada azul fulminante. Pero lo peor es que me quedé con el sentimiento
de haber casi matado a una persona. Me pesa sobre el alma como si lo hubiera
cumplido. Y ahora, señores, permítanme que cierre los ojos un ratito»
Y cerró los ojos.
La lluvia había cesado. Y la calma volvió al
compartimento. Los demás sacaron sus móviles. Y yo miré por la ventana. Era una
noche negra. Y me dije que así, sin luz, no importaba de qué lado del tren uno
está sentado. Que la nada no tiene contradirección.
Y me vino muy bien cerrar los ojos también.
Fatine Sebti.
Rabat, marzo-abril
de 2018.
Ejercicio inspirado en el cuento “Historia del señor Jefries y Nassin el
egipcio” de Roberto Arlt.