¡Las nueve menos cinco! ¡Siempre me pasa
igual! El tren sale en cinco minutos. Cierro la puerta, agarro la maleta a peso
y comienzo a correr a la desesperada por la calle. ¡Todos los semáforos en
rojo! ¡Cómo no! Y, ¿por qué la gente tiene que ponerse por en medio y ser tan
lenta cuando uno tiene prisa? ¿Por qué? Llego sudorosa y jadeando a la
estación. ¡Justo a tiempo! El tren está llegando al andén. Debo pasar el
control de los billetes. Tengo una familia delante: padre, madre, tres niños y
abuela. El padre busca los billetes pero no los encuentra. ¡Perfecto! Empiezo a
dar saltitos nerviosa, sin poder contenerme. El revisor me ve y me hace la
señal para pasar. Se impone la lógica. Bajo los escalones de dos en dos y llego
abajo justo cuando el tren abre sus puertas. El andén está abarrotado, es
fiesta y todo el mundo quiere escaparse de la ciudad que nos engulle en su
tedioso día a día. Empujones, pisotones… Me abro
paso como puedo entre la gente y me posiciono en la cola, delante de una puerta. Primero tienen que salir los que han
llegado. Eso algunos no lo tienen claro. Gente y gente que sale sin parar, como
de la chistera de un
mago. En las otras puertas ya empiezan a subir. ¡Me voy a quedar sin sitio! Ansiosa, empiezo a mover el pie. ¡Por fin la hilera se
mueve! Un chico se me intenta colar. Le bloqueo con el brazo y le lanzo una
mirada que lo dice todo: ¡Ni de coña! Por fin dentro del tren. Avanzamos a
trompicones. Y de pronto allí los veo: ¡sitios vacíos! Me lanzo sin pensarlo.
No me la puedo jugar. El tren está lleno. Coloco la maleta y me dejo caer
soltando un sonoro y profundo suspiro. ¡Por fin!
Me esperan cuatro horas de viaje, sería
una pesadilla hacerlas de pie. Intento relajarme pero estoy cansada, sudorosa y
vamos a decirlo, de mala leche. De pronto llega él. Un hombre de mediana edad,
sudoroso y enfundado en un traje. Se sienta a mi lado, bueno, medio encima. Se
deja caer sin contemplaciones. No se disculpa. Y así, sin más, se espatarra.
Abre sus piernas de par en par, creo que se prepara para dar a luz. Primer
encontronazo. Presiono a mi vez su pierna para obligarle a cerrarlas: “¡Por
aquí no, forastero!”. Intento dormir, pero el calor es insoportable. Ni una
brizna de aire. No se puede respirar. Él saca un shawarma y empieza a comérselo. Todo el convoy apesta a carne. Se
desliza por la comisura de sus labios un reguero de salsa. Es vomitivo. Se me
regira el estómago… ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? Esto va a ser una agonía. Ah,
bueno espera, que ahora le llaman. Es de esos que necesitan gritar cuando
hablan por teléfono, como si su voz tuviera que viajar a través del aire y no
del aparato para llegar a su interlocutor. ¿Para qué usar el teléfono entonces?
Y venga a gritar, y venga risotadas… Lleva quince minutos de reloj y no parece
que vaya a cansarse. Nos intercambiamos miradas de indignación entre el resto
de pasajeros pero nadie dice nada. Venga, respira… Tranquila… No puedes ser
siempre tú la que libre estas batallas. ¡Por fin! ¡Cuelga!... Para llamar a
otra persona. Y volemos a empezar. Le lanzo incómodas miradas, carraspeo… No
sirve de nada. No se da por aludido. Una angustia me sube por la garganta. Le
cogería el teléfono y se lo tiraría por la ventanilla. Si pudiera abrirla.
Cuelga y se relaja. Parece que se pone cómodo para descansar un rato. Intenta
volver a la situación de “parto”, pero con un ágil revés con mi pierna le
devuelvo a su trozo de butaca. A ver… ¡sí! ¡sí! ¡Se está durmiendo! Finalmente
algo de calma. Claro, espera, que ahora ronca… ¡Yo es que lo mato! ¿Cómo se
puede ser tan molesto? Un coro de fieras ruge en su interior. Se le cae la
cabeza, hacía mi lado, se le cae la babilla… ¡Por Dios! Le golpeo levemente la
pierna, en un vano intento por despertarle. No hay caso. Disfruta de un
profundo y placentero sueño. ¡El que a mí me está negando! Salgo a pasear por
el pasillo para airearme pero no llego lejos. Demasiada gente. No se puede dar
un paso. Me estoy agobiando… Creo que estoy teniendo un ataque de
claustrofobia… Respiro profundamente, pienso en cosas bonitas e intento
calmarme. Estoy exagerando. Esto es lo que tienen los viajes en tren. Hay que
ser paciente.
Vuelvo a mi compartimento dispuesta a
mantener la calma y la compostura cual monje budista hasta el fin del viaje
pero… ¿Qué? ¡Se ha descalzado! ¡Se ha quitado los calcetines! ¡Y ha puesto sus
sudorosos pies en MI asiento! ¡El convoy apesta a gruyere
podrido! Hay quien se tapa la nariz disimuladamente, otros lo miran
indignados pero NADIE le dice nada. ¡Esto ya es demasiado! ¡Hasta aquí hemos
llegado! Cojo mi pesada maleta y la alzo entre mis manos, mirándolo con odio
desde lo más profundo de mi ser, tomo impulso y…
Salgo por el pasillo y empiezo a abrirme
paso sin ninguna consideración. Empujones, pisotones, todo vale. Llego a la
puerta justo cuando el tren se para. Y salto, salto hacia la libertad,
respirando a grandes bocanadas el aire puro del exterior. Cierro los ojos y
sonrío. ¡Soy feliz! Los abro y… ¿dónde demonios estoy? ¿Será posible? He
saltado al tuntún y me encuentro exactamente… en
medio de la nada. Por no haber no hay ni estación. Es un simple apeadero.
Mientras el tren se aleja, miro asombrada y aturdida a mi alrededor. Un burro y
una vaca me miran, extrañados.
«La Gatta parda»
Rabat, 25 de septiembre de 2017.
Actividad
basada en los cuentos Crímenes ejemplares
(1957) de Max Aub.