Hacía ya tres horas que estaba
en la cama buscando el sueño en vano. Le llegaban todos los sonidos de la
calle: coches, voces, pero también peleas e insultos del bar, ubicado justo debajo de su dormitorio. A pesar de sus
esfuerzos para relajarse y descansar después de su largo día de trabajo, todos
sus sentidos permanecían en estado de alerta máxima. Y lentamente, se
desgranaron una tras otra, las horas de su noche.
Era medianoche. Sus niños dormían. Un silencio
casi aislador del resto del mundo se expandía por todos los rincones del piso.
Pero todos los ruidos, por muy cercanos que fueran, de la calle, de fuera, no
le importaban… Su oído había aprendido, con
el paso del tiempo, a distinguir e identificar todos los sonidos que provenían
de la casa o de las escaleras del edificio. Adivinaba la figura del vecino
soltero del piso número tres cuando cerraba su puerta con cuidado. Era evidente
que no quería despertar a nadie. Un poco más tarde, era el panadero quien subía
con sus pasos pesados, arrastrando sus pies cargados de cansancio y de
sobrepeso… Luego, con los ojos de par en par, empezó a mirar
en todas las direcciones, hacia el armario, hacia la ventana cerrada y hacia la
puerta del cuarto, como para medir su capacidad de distinguir las cosas en la
oscuridad y como si fuera un juego, lo cual le
permitía ocupar su mente y alejar de su pensamiento el pánico y la angustia que
le oprimían las sienes y el pecho…
La una y media: Su espera se alargaba. Sudaban
sus manos. De vez en cuando, las secaba con las sábanas y con rápidos gestos
nerviosos. Se sentía muy sola a pesar de la presencia cercana, frágil e
inocente de sus hijos. No lograba evitar que aquel hoyo de soledad se la
tragara irremediablemente, casi anulándola como ser humano, y despertando en
ella solo instintos animales primitivos.
Eran las tres: La mujer se levantó para beber
agua en la nevera. Luego se dirigió hacia la entrada. Pegó su oreja contra la
puerta del piso, pero no logró escuchar ningún ruido, excepto el de su corazón
enloquecido por la aprehensión. Todos sus vecinos y los
de la segunda planta dormían. Regresó al dormitorio, en la oscuridad,
atravesando de memoria el largo pasillo. De repente, y después de otros largos
minutos, le llegó el entrechoque metálico de unas llaves que buscaban el
agujero de la cerradura. Sintió que se aceleraban
los latidos de su corazón. Aquel ruido espantoso, para ella, era la señal del
inicio de una larga noche. La puerta se cerró con un golpe muy seco. Se
encendió la luz de la entrada. Los pasos se dirigieron hacia el baño. Se oyó el
derrame interminable producido por una vejiga.
Luego, los pasos se acercaron a la habitación. Su marido, completamente
borracho, encendió el mechero en busca de la cama. Le precedió un mal olor que
invadió el espacio. Era un olor nauseabundo y ácido, más de vomito que de vino.
Ella fingió dormir apretando su nariz contra la almohada, tanto como pudo. Pero
el humo del cigarrillo la hizo toser. Entonces, él la llamó por su nombre y
añadió: «¿Duermes?» una y otra vez, tan repetitivamente que ella acabó
respondiéndole. Entonces, él empezó a hablar
y hablar, saltando de un tema a otro e insistiendo para que le diera su punto
de vista.
Pasadas las cuatro de la madrugada: Sus
ronquidos llenaron el cuarto anunciando a su esposa que,
por fin, podía descansar. Por aquella vez,
ella pudo evitar los gritos y, quizás, los golpes de su marido eligiendo las respuestas
que, en aquella ocasión, no le contrariaron ni enfadaron. Le quedaban pocas
horas para dormir, despertarse y
ocuparse de sus niños. Él, como borracho de fin de semana, se despertaría
pasadas las tres de la tarde del domingo. Se quejaría de la jaqueca y de
padecer una larga lista de enfermedades…
Rkia Okmenni
Rabat, mayo de 2015
Ejercicio basado en «EL MIEDO», cuento de Wenceslao Fernández
Flórez.