Hay que inclinarse
ligeramente, abrir la bragueta, apoyarse con la mano izquierda en la pared de
enfrente y ponerse en la posición adecuada, todo esto de manera casi
automática, puesto que ciertamente no es la primera ni la última vez que opero
de este modo; y así colocado, miro vagamente esta pared de plástico, de color
beige, un tanto manchada y sucia, cuestión de verla sin verla esperando este
sonido habitual que tarda en hacer ruido, nada, no sale nada, ningún flujo,
solo el sordo y lejano ronroneo de los motores del avión, el ruido de las
azafatas que se apresuran en el compartimento de al lado; siempre el tiempo es
más largo cuando se espera algo, o a alguien, el reloj se toma una pausa larga,
pero ¡uf!, por fin he aquí un pequeño chorro que anuncia la llegada eminente
del torrente, el "torrente", esta palabra me hace sonreír y
me recuerda la bella época en que era a menudo obligado a contenerme para no
ver escapar las primeras gotas, todas aquellas primeras gotas, hasta aquellas
que producía en el momento de un coito, ¡oh, qué bueno era antes todo! ¡Muy
bueno! ¡Era hasta excelente! Tres pequeños golpes de nudillos en la puerta
cerrada tras de mí interrumpen el monótono ronroneo de los motores y me obliga
a hacer muecas para acelerar el chorro entrecortado, este débil chorro que me
enerva, tanto como este espejo de enfrente que me devuelve la imagen de una
cara más arrugada de lo habitual, a causa de estas muecas; si pudiera, por lo
menos, dar a entender a este querido miembro mi decepción por haberse vuelto
perezoso, bastante perezoso y mucho menos productivo. Ahora algún impaciente
sacude la puerta de este pequeño gabinete, probablemente tiene miedo a ver
escapar sus primeras gotas y debe pensar que hace ya demasiado rato que me
escondo aquí escuchando Radio nostalgia; pero la vida nos quita lo que
nos dio para ofrecérselo a otro, y al salir de este compartimento que me
asfixia y me oprime voy a dejar helado con mi mirada a ese pequeño pretencioso
que me molesta. Oh, es una dama; perdóneme, señora.
Perdone, perdone, me gustaría recobrar mi sitio; esta
vecina se toma todo su tiempo, las señoras gruesas se mueven lentamente y toman
más espacio de lo normal y por eso deberían ser más caros sus billetes a fin de
que viajaran menos, o bien, si no, deberían pagar dos asientos y no uno; si me
hacen director de una compañía aérea, inventaré para estas damas gruesas,
pellízconas de mejillas de niños, plazas de una butaca y media a precios más
caros, evidentemente, Gracias, no es usted tan solo muy amable, sino que además
es usted encantadora… Un pellizco de hipocresía social jamás mató a nadie,
pues en realidad, le habría dicho que… con el tiempo, usted ganó mucho en
volumen..., lo cual esconde muy bien sus numerosas arrugas y hasta las de
su vientre, pero por fin me he ganado una sonrisa inútil, la sonrisa de esta
señora gruesa que me recuerda a mi última secretaria, la cual procuraba ocultar
sus quilos y fealdad de joven vieja con su fuerte perfume y probablemente
barato, un olor frente al cual yo siempre prefiero olores más naturales, como
los de mis bestias; si no, ¿cómo se llamaba…? ¿cómo se llamaba…? ¡uf!, pues si
comienzo a olvidar hasta esto, es que el Alzheimer comienza a saciarse conmigo,
pero al fin y al cabo su apellido me importa un pito y ella no me gustaba en
absoluto… Pero mira esta jovencita, demasiado flaca, más bien esquelética, que
me impide ver por la ventanilla a causa de su abundante cabellera, claro que me
sonríe también, gano dos sonrisas por el precio de una, pero sepa, mi guapa
flaca, que no me voy a comer este plato, prefiero chupar los huesos de un
pollo de un buen guiso que los huesos de una esquelética, sin embargo, voy a
inclinarme hacia ti para evitar al grueso y gordo brazo derecho, el resultado
de un mal reparto de masa corporal de la otra vecina, que ha invadido el brazo
izquierdo de mi butaca; mi padre me lo repetía a menudo que… con una sonrisa
puedes siempre ganar más de lo que fortuitamente puedes perder, voy a
cerrar los ojos, a fingir que duermo para no dejarme perturbar por el espectáculo
que se ofrece ante mí y si todo va bien, señoras mías, les contaré una historia
mañana.
Otra vez voy a
caminar, a deambular, a vagabundear horas y horas por esas avenidas anchas,
esas calles umbrías y esos callejones peatonales que adoraba, eso si todavía
soy capaz de andar tanto, pero con estos zapatos anchos supuestamente
ortopédicos y que cuestan dos riñones, quizás tendré la suerte de hacerlo, así
podré visitar algunos monumentos, no los suyos sino los míos, el 41-43 rue
des plantes, el edificio de talla humana donde me pasé tantas noches
espiando el cielo y soñando despierto acerca de tantos espejismos y milagros,
normal, el balcón jamás había podido ganar sus galones y vestirse con una
cortina como el resto de balcones del edificio, la famosa calle rue Daguerre,
la tuya querida compañera, allí dónde íbamos al mercado del domingo, sus olores
matutinos, el olor del pan recién cocido mezclado con el del pescado fresco o
el del ramillete de hierbas aromáticas o de menta, y mi amigo, el
vendedor de riñones que no te caía muy bien, el grande y esbelto vendedor de Chez
Nicolas, que me aconsejaba siempre el vino que debía acompañar nuestra
comida para una discusión larga, pues allí yo interpretaba mi papel de hombre
serio escondiendo una sonrisa maliciosa y un poco solapada, y tú que te
divertías en jugar a la joven dueña de la casa, plena de devoción, y justo una
vez fuera lanzabas tu carcajada mientras yo te apretaba la mano y te llevaba a
lo lejos para que nuestro querido vendedor de Chez Nicolas no te oyera
con el fin de no estropear el placer del domingo siguiente, y por fin también
la calle rue Javel, nuestro último refugio parisino, su avenida
comercial que le es perpendicular y de cuyo nombre no me acuerdo, y los dos
puentes cercanos, el puente Grenelle y el puente Mirabo que
visitábamos alternativamente para que ninguno estuviera celoso, aunque sabías
que yo prefería el Mirabo, con sus aguas huidizas hacia el horizonte lejano y
tan relucientes, su dimensión mucho más humana ofrecía una vista más profunda,
más despejada, hasta tal punto que me sentía solo contigo, que me pertenecías,
a mí solo sin nadie, sin otro, te compartía justo con los peces que daban
saltitos fuera del agua del Sena, ofreciéndonos gratuitamente el más bello de
los ballets, satisfaciendo el deseo del pobre estudiante futuro veterinario que
era. ¿Estás siempre en París? ¿Dónde vives ahora? ¿Y con quién vas al mercado
del domingo? ¿Te ríes aún siempre con estas carcajadas tuyas por las que todo
el mundo te reconocía y por las que yo era tan feliz? ¿Todavía estás furiosa
contra mí, contra mi vanidad y mi estupidez?
Este tintineo de
campana que anuncia que va encenderse la señal luminosa… Señores pasajeros,
abróchense los cinturones, seguido por esa voz dulce pero casi mecánica y que
ha atravesado mi oído tantas veces hasta el punto de perder el significado, lo
mismo que esas chicas parecidas a autómatas que repetían al principio de cada
vuelo gestos sin ninguna convicción a guisa de ejercicios de salvamento;
siempre se parecen tanto, salvo aquella vez, la del famoso viaje, cierto
domingo, en el viaje de vuelta al país, a la fuente, a mi ciudad, una ciudad de
la que jamás habías oído hablar antes, a los brazos que tanto había echado de
menos, un viaje sin ti, sin tu mirada curiosa y luminosa, calurosa y tierna,
sin tu sonrisa discreta y radiante, sin tu particular carcajada que me lanzabas
cada vez que hacíamos el imbécil, cada vez que perdía mis llaves o buscaba la
gorra colocada en la cumbre de mi cabeza. Oh, mi bella bestia, la bestia que no
necesitaba a un futuro veterinario porque era el futuro veterinario quien te
necesitaba, todavía veo ahora tus lágrimas el día en que recibí mi diploma, lo
veo, casi emergiendo de esta pequeña pantalla colocada en la espalda del
asiento delantero, las lágrimas que habías calificado de alegría eran la del
adiós ya que sabías que iba a volver al país, a mí país, y que quizás era el
principio del fin de nuestra bella historia, lágrimas contra una sonrisa
cretina, lágrimas que todavía me llenan de un sentimiento que no puedo definir
hasta ahora, treinta y tres años después… Qué bella era nuestra relación, tan
bella como una fruta, aunque podrida en su interior… Dicen que el fin del mundo
será en domingo, pero la verdad es que cada uno tiene su domingo y nosotros ya
tuvimos el nuestro.
La dama gruesa casi
se apoya en mi brazo para levantar su armazón, sus terminaciones nerviosas
deben de estar bien hundidas dentro de ese montón de carne y tal vez por eso no
sienta gran cosa, mi pequeño gesto de huida hacia la esquelética no me es
bastante útil, y en esta precipitación, en esta desesperada búsqueda de
equipajes de mano, no contéis conmigo, señoras mías, para que les cuente la
historia que acabo de revivir, nadie más lo merece más que yo mismo, la
historia posiblemente de los momentos más bellos de mi vida, en una época en la
que yo no sabía que lo eran, la historia que precipitadamente acabó en el
hangar de un aeropuerto y que, quién sabe, quizás la encuentre al pie de la
escalera, entre la gente que espera un resucitado, o puede que perdida en la
muchedumbre del aeropuerto. Hay que dejar de hablar del comienzo y del fin; el
tiempo fluye continuamente como las aguas del Sena o de cualquier otro río.
Algunas veces, el tiempo se vuelve atemporal.
Por fin, ahí está mi
hijo, que me espera enarbolando su gran sonrisa.
Abdellah El Hassouni.
Rabat, 30 de enero de 2014.
Texto basado sobre un fragmento de “El jinete
polaco” de Antonio Muñoz Molina.